05 Aug
05Aug

Como decía Vox Dei en la canción "Presente" todo lo bueno se termina, sin embargo a menudo el "viejo" bueno deja su lugar a un "nuevo" bueno que nos rejuvenece. Más o menos es lo que me pasó en el vigésimo quinto día de aventura. Nunca dejé de sorprenderme mientras pedaleaba pero esto no supuso ningún esfuerzo: la naturaleza y la diferencia se encargaban de sacudirme la rutina. 

Aquel día arranqué en la Avenida de los Gigantes dispuesto a despedirme de los grandes árboles de nuevo, pero otra vez fue una despedida equivocada. Al final del día me encontraba en Richardson Grove State Park, diez kilómetros al sur de Gaberville, un parque que hace las delicias de los veraneantes en las calurosas noches de verano gracias al río Eel. Ambos, parque y río, habían conocido tiempos mejores: el primero no tenía casi visitantes a mediados de septiembre y el segundo presentaba un caudal empobrecido. Pero el lugar no dejaba de ser bello por solitario. En el trayecto hacia Richardson Grove me topé con algunas curiosidades, como un pueblo llamado Redway plagado de vagabundos o un tendero en Phillipsville natural de Norwich (el primer nativo de esta ciudad inglesa de los dos que me topé durante el viaje).

En el campamento había un tienda montada, aunque sus ocupantes no aparecieron hasta bien entrada la noche. Escuché entonces hablar castellano con acentos fuertes, provenientes de una pareja pintoresca formada por un boxeador amateur cubano y una francesa con el oficio de estar perdida y encontrar su camino. Estaban viajando por Estados Unidos y, por si este viaje no era suficiente, fumando marihuana. Se les veía felices o por lo menos transmitían buena onda.

Al anochecer llegó un cicloturista suizo al campamento, su nombre es Daniel. De todos los viajeros que me encontré en Estados Unidos, Daniel estaba haciendo el recorrido más osado de todos. Había partido del norte de Alaska, pero cuando digo norte me refiero al "puto norte", ese norte de "no hay nada mas al norte porque eso es el puto más norte", de un sitio llamado Prudhoe Bay. Una visita al mapa de google os dará la idea de lo solitario del lugar. El norte de Alaska es un lugar desolado, las distancias entre poblaciones son enormes y requieren mas de un día para enlazarlas en bicicleta, no hay árboles para guarecerse, nada. Solo el ciclista con todos los peligros. Así viajó Daniel a lo largo de Alaska hasta cruzar a la Columbia Britanica. Sus recuerdos y fotografías incluyen grandes alces, osos y otros animales que te despedazarían en un suspiro.

Afortunadamente no lo hicieron y aquella noche cenamos juntos en Richardson Grove. Era evidente que me encontraba ante un cicloturista de verdad porque su material era viejo pero para toda la vida, sabía bien lo que necesitaba en cada momento. Y el tio siempre sonreía. 

Al día siguiente partió más temprano que yo pero durante las primeras horas del día le sobrepasé. Después me dio caza y pedaleamos juntos durante la jornada. Fue el único día en toda la ruta en que tuve compañía. Por este motivo recuerdo ese trayecto en el que ocurrieron tres hechos destacables. El primero fue abandonar la Highway-101, por la que habia rodado durante unas 550 millas (unos 880 kilómetros) desde Cannon Beach, un recorrido lleno de recuerdos que abrió paso a un nuevo período de ciclismo a través de la Highway-1 o California-1, la tan temida carretera de la costa oeste de California.

El segundo evento fue la masiva subida a Legget Hill, sazonada por el estéril ataque de unos chuchos de medio palmo con intención de demostrar quien mandaba en esa zona, forastero. Fue una ascensión dura, pero la compañía de Daniel hizo la lucha mucho mas llevadera. Nos turnamos liderando la pelea contra la colina, uno tirando del otro, cada uno a su estilo pero unidos.

El tercer fenómeno merecería una melodía celestial como banda sonora. En el último tramo de la jornada nos reencontramos con el océano. No fue un simple reencuentro, ocurrió con el sol iluminando poderosamente, los árboles se abrieron y el océano brillante apareció inmenso y poderoso. Fue un momento sublime después de una etapa dura. Lo más curioso fue que el océano era de color... azul. Algo había pasado desde que abandoné la costa oceánica con sus aguas verdes en Eureka hasta este punto. Un cambio de color inesperado pero que sinceramente, me dejó la eterna duda de no ser capaz de elegir entre las dos tonalidades.

El día terminó más pronto para mí que para Daniel. Mi destino fue Westport-Union Landing State Beach, donde se encuentra el camping más sencillo de todos los que visité. Simplemente es una explanada habilitada para plantar la tienda de campaña, un único retrete para todos los culos que allí estábamos y un par de grifos de agua potable. Pensé que era un sitio horrible para acampar después de dormir protegido por lo gigantes, pero esa idea pronto desapareció. El atardecer transformó el final del día en uno de los mejores que recuerdo, sencillamente indescriptible.

Esta narración debería terminar aquí, pero en Westport-Union hubo alguien más cuya historia me llenó de ternura. Por la noche llegó un motero a la playa y acampó en el puesto más cercano al mío. No establecimos contacto hasta la mañana siguiente, pero lo observé cenando en solitario mientras contemplaba el atardecer. Era una imagen muy melancólica que entendí por la mañana. Se llama Neil y su voz estaba quebrada. Su novia le había dejado hacía muy poco, así que intentaba buscar alguna explicación o consuelo viajando con su motocicleta. Charlamos unos minutos, me dio algunos detalles acerca de mi futuro camino, pero sobre todo intenté darle algún ánimo infructuoso como solo un desconocido sabe darlo. Desconozco cómo le habrá ido después de aquel día, pero si consigue recordar aquel atardecer maravilloso con algo de cariño es que no estaba tan derrotado como su voz rota indicaba.

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