Varias historias han sido ya escritas y publicadas en este blog, otras esperan su turno y por último están las marginadas que por pudor no serán públicas. De todas ellas, ésta es la que más empujaba para salir porque conocer a personas extraordinarias no es un acto cotidiano.
El día veintisiete de ruta partí de Westport-Unión Landing Beach y acabé montando la tienda de campaña en Russian Gulch State Park. Este parque toma su nombre de la colonia rusa que residió en California en el siglo diecinueve. Por lo que leí, los asentamientos rusos en esta parte de Estados Unidos tenían como objetivo comerciar más que establecerse como colonia permanente, de manera que no tardaron mucho en ser expulsados. Dejaron algunos nombres y pocos recuerdos.
Durante el camino, me detuve a comer una hamburguesa en el Jenny´s Giant Burger de Fort Bragg, un lugar repleto de lugareños, grasa y colesterol que me hizo sentir como en un cielo rollizo y mantecoso. Disfruté tanto de la comida como de la compañía de un vagabundo y su perro. Ignoro si el tipo cubría sus necesidades alimentarias diarias, pero estoy seguro de que el perro se saciaba, entre patatas y trozos de hamburguesa que se ganaba con su gracia. El señor andaba renqueante con una rodilla destrozada, pero tenía esperanza de retomar la bici muy pronto.
Nueve millas más al sur se encontraba mi destino. Tras la rutina de montar el campamento y la ducha, me dispuse a leer un nuevo capítulo de "El Conde de Montecristo". Sin embargo, un individuo muy singular llegó al camping. Charly me perdonará por lo que voy a decir, pero la primera idea que tuve es que me encontraba ante un tipo bastante pirado (idea que no se ha volatilizado completamente todavía). Llegó andando, con una mochila de gran volumen, un bocadillo en una mano, bastón de senderismo en la otra y una preciosa gata de bengala acoplada a su cuello. Cuando comenzó a hablarme de una manera atolondrada y salpicada de palabras en varios idiomas (manejaba diez idiomas en total), no sabía muy bien a que atenerme. Pero la conversación se desarrolló en un terreno muy cultivado. Le hablé del libro que estaba leyendo y Charly me respondió con palabrotas como existencialismo y recitó un puñado de otras obras de Alejandro Dumas que quizás ni el propio autor sabía que había escrito. No recuerdo cuantos temas tocamos ese día, pero la variedad y profundidad de la charla fue muy enriquecedora.
Mientras, la gata de bengala Laila descansaba en la tienda de campaña. Estaba recuperándose física y emocionalmente del ataque de un pitbull sufrido una semana antes. Laila era un animal majestuoso, de aspecto ágil, sobre el que Charly contaba auténticas hazañas. Aquella situación, superando el trauma y rodeada de peligros salvajes, no era posiblemente la que hubiese escogido cualquier felino. Sin embargo, fui consciente de que estaba en buenas manos. Charly era muy protector, se que no pararía hasta que su gata estuviese en las mejores condiciones posibles.
Por la mañana intercambiamos algunos objetos y saludos. Yo le regalé una pala plegable que prácticamente no había utilizado y Charly me obsequió con una bolsa de semillas de cannabis que completó mi desayuno durante varios días. Yo continuaba hacia el sur mientras ellos permanecerían en Russian Gulch una noche más. Hay pocas personas que conocí en el viaje con las que mantengo contacto. Charly y Laila están todavía en mi vida. Precisamente son el tipo de personajes que uno desea encontrar en un viaje. Aquellas que te aportan experiencias y visiones frescas, individuos que te hacen ver la cosas desde un prisma innovador, que son muy distintos a como eras tú pero que después de conocerles te hacen ser un poco más parecido a ellos. Recientemente me he enterado que ambos van a volver a España, buscando un lugar menos hostil para vivir que las salvajes tierras de California.