16 Sep
16Sep

No se si habéis asado nubes (en inglés, marshmallows) en un fuego de acampada. Yo había hecho todas estas cosas (asar nubes, fuego y acampar) por separado o de dos en dos, pero nunca de manera conjunta hasta una noche en el camping de Bodega Dunes State Park. Era el día número treinta de mi aventura, un número redondo para una gran noche.

Ocurre cuando realizas este tipo de viajes, que comprende muchas noches aislado, que aprendes a valorar la compañía. No es necesario que se trate de un periplo agotador o peligroso, simplemente que se trate de pasar mucho tiempo en solitario es suficiente. La jornada número treinta no fue especialmente dura. Solo tuve que doblegar una colina en el parque estatal Sonoma Coast y el recorrido total no sobrepasó los cuarenta kilómetros. Fue un día sin riesgo cardíaco. Sin embargo, acusé mucho la soledad, quizás porque de manera inconsciente me estaba preparando para lo que iba a encontrar en el campamento.

Al llegar al camping de Bodega Dunes pude comprobar el motivo del nombre. El asentamiento para ciclistas y senderistas estaba alojado sobre tierra playera. El camino hacia la playa era un infierno de arena desértica maldita que te empanaba los pies. No era mi sitio ideal. Pero al llegar conocí a dos colegas de viaje. Ben es un tipo jubilado, calmado y espontaneo, que no habla de lo que no sabe pero que sabe un montón de lo que habla. Vive en Eureka y regresaba a casa después de recorrer la costa hacia el sur. Es alto y flaco como un espagueti. En la tienda de campaña estaba Adam, que de primeras hizo el mínimo esfuerzo por saludarme pero que más tarde comprobé que es un tipo excelente. Había sido cocinero y ahora dirigía su carrera profesional hacia el sacerdocio, es un pastor que no intentó ni por un segundo virar la conversación a temas religiosos. 

Poco después de mí, llegó al camping Robert, un británico de Norwich con el que hablé mucho y conecté bastante poco. Vivía en Vancouver y terminaba su ruta en San Francisco. Robert terminó de formar el grupo de cuatro que aquella noche compartimos mesa, pero al camping llegaron otro buen puñado de ciclistas que llenó el espacio de acampada. 

Después de la ducha y el paseo por la playa, durante el cual me crucé con los tres ciclistas de los que os hablaré en una entrada del blog más adelante, Adam nos sorprendió con una invitación a asar nubes en la hoguera. En ese momento, no se si me hizo más ilusión comer nubes asadas o el simple hecho de poder hacer un fuego, pero supe que Adam era un tipo tan estupendo que podía encender hogueras en todos nosotros. Supongo que esa es una característica intrínseca del buen pastor. Él era senderista, pero se encontraba atrapado en Bodega Dunes por una rotura en la bota. Llevaba cinco días esperando que el zapatero la reparara, así que los encargados del camping le habían dado un permiso especial para quedarse todas las noches que necesitara. 

 Cuando llegó la noche, abrimos cervezas, patatas fritas y cacahuetes. Adam había comprado unas galletas especiales para hacer sandwiches de chocolate fundido y nubes. El protocolo es sencillo: solo hay que pinchar la nube con un palo, acercarla al fuego hasta que empiece a chamuscarse y entonces dirigirla hacia las galletas con un trozo de chocolate y cerrar el sandwich. El calor de la nube desestabilizará el chocolate para hacerlo pastosamente delicioso. No recuerdo cuantos sandwiches me comí, pero estoy seguro que el haber pasado un día demasiado solitario fue el ingrediente secreto para que esos sandwiches dulces alcanzaran la perfección.

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