Tras un par de semanas de ruta uno se acostumbra a muchas situaciones, sensaciones y padecimientos. Pero la sensación de libertad es tan poderosa que no pierde efectividad. Ésto es lo que pensé mientras comenzaba el decimosexto día de ruta al abandonar el camping de Floras Lake para retomar la autopista Ca-101. Entre ganado y campos enormes, el sol y el viento ligero eran los ingredientes del extrovertido cóctel llamado libertad.
La ruta de aquel día era muy corta, sólo 32 kilómetros, por lo que decidí salirme del camino para visitar Cape Blanco. Encontré el desvío muy provechoso porque la carretera hacia el faro de Cape Blanco estaba casi desierta. Un placer para los ciclistas. Sin embargo, tras sortear la última curva antes de enfilar el faro, sentí la bofetada del vigoroso viento que azotaba el cabo. Mantener estable la bicicleta era bastante complicado, así que afronté el último tramo andando. A pesar del viento, las vistas desde el faro eran inmejorables, un lugar ideal para disfrutar de la belleza del Océano Pacífico.
En el camino de regreso desde Cape Blanco hasta la Ca-101 sucedió un hecho curioso. A mitad del recorrido escuché un objeto caer a la carretera. Me detuve para comprobar que ese objeto era el plástico que utilizaba para aislar la tienda de campaña del suelo. El motivo de la caída era que una de las bolsas de transporte estaba abierta. Oteé la carretera en busca de más objetos perdidos pero no eché en falta nada más. Sin embargo, un par de minutos después, una amable señora me alcanzó conduciendo su coche. Bajó la ventanilla y me ofreció una de mis camisetas que había intentado buscar la libertad aprovechando la bolsa abierta. Me dio la camiseta, se lo agradecí de corazón, dio media vuelta y regresó por donde había venido. A menudo no es necesario hacer grandes cosas para ser grande.
El destino de aquella jornada era el parque estatal de Humbug Mountain, situado a unos diez kilómetros al sur de Port Orford. Ambos (población y montaña) mantienen una relación histórica muy estrecha más allá de la cercanía geográfica. Port Orford fue la primera población de hombres blancos de la costa de Oregón, fundada en el lejano 1851. En junio de aquel año nueve colonos dirigidos por el Capitán William Tichenor desembarcaron con la intención de establecerse en ese punto de la costa. Sin embargo, aquella idea no le pareció tan estupenda a la tribu india local, los Dene Tsut Dah. Durante dos semanas, los indios persiguieron y acosaron a los colonos que salvaron el pellejo milagrosamente. Un mes después, un grupo más numeroso de colonos, armados y preparados para enfrentarse a las hostilidades indias, consiguieron asentarse y fundar Port Orford.
Humbug se traduce como patraña. Este nombre tan curioso procede de las dificultades que encontraron los pioneros durante su huida para orientarse en la montaña. En algún sitio leí que la confusión provocada por la geografía de la montaña finalmente ayudó a los pioneros a escapar de los indios, así que de alguna manera la Montaña Patraña tuvo un papel vital en el éxito del asentamiento y creación de la ciudad.
La huida de aquellos antiguos pioneros no fue la única de la que tuve noticia en Port Orford. Aquel día decidí almorzar en un restaurante local. Siguiendo mi instinto natural escogí aquel que peor aspecto tenía, un restaurante-grill en el que los triglicéridos eran el ingrediente principal. En el local coincidimos dos clientes, ambos viajeros, con el dueño del establecimiento y una camarera con muy poca motivación. El jefe me contó que estaba pensando en mudar el negocio a alguna ciudad más grande de Oregón, como Bandon o Brookings, porque las perspectivas comerciales del negocio no eran especialmente halagüeñas. Sinceramente, la comida no estaba mala, pero pienso que dejar de utilizar papel de periódico como mantel ayudaría a aumentar el trasiego de clientes. Aquel empresario, melancólico y preocupado, se asomaba a la calle a ver pasar los conductores que no iban a detenerse para comer en su establecimiento aquel día. Por un momento pensé que iba a sacar una escopeta de debajo de la barra para hacer venganza.
Aquel encuentro no fue el último del día. Llegué al camping del parque estatal y monté la tienda. Durante algunas horas estuve solo, encendí un fuego y me puse a leer. Con la noche acechando llegó al camping un ciclista mexicano llamado Héctor. Me alegré de su llegada porque iba a poder charlar en español, pero la conversación fue bastante escasa. Héctor me pidió que vigilara sus cosas mientras él se iba a duchar, pero su ducha fue tan larga que me cansé de esperar y de vigilar, y cuando él llegó yo ya me encontraba dentro del saco de dormir.
A la mañana siguiente, el mexicano me contó que todos los días hacía un porrón de kilómetros, no recuerdo la cifra pero era una distancia inalcanzable para mí. No se si quería superar algún tipo de récord o algo así, solo se que partió muy temprano para llegar muy lejos y seguir alimentando su inflamado ego. Yo dejé el camping algo más tarde. Sin embargo, algo extraño debió suceder porque me adelantó dos veces a lo largo de la mañana. La primera, me saludó de manera enérgica y vital. La segunda, me superó refunfuñando sin dirigirme la mirada. Supongo que debe ser muy frustrante que un ciclista gordito te supere dos veces cuando eres un recordman.
Creo que hay muchas maneras de afrontar los viajes. Todas son válidas sin con ellas vas a obtener aquello que deseas. Si tu intención es devorar kilómetros y romper marcas, adelante. Por mi parte, disfrutar el camino es la esencia, porque no encuentro el sentido a viajar a través de un lugar y regresar con el color del asfalto como único recuerdo.