Hay lugares especiales por sí mismos y otros que acaban siendo especiales por lo que en ellos acontece o el momento en que algo ocurre en ellos. San Simeon Creek Campground fue mi último sitio de acampada, por eso ocupa un lugar especial en mis recuerdos. Fue una noche entrañable porque allí se terminaban muchas cosas y porque me despedí de varios objetos que me dieron la vida en ruta, como el cazo o el plástico que protegía la tienda del suelo, de manera ceremoniosamente nostálgica como corresponde a un momento de debilidad. También fue especial por los naturales del lugar que me acompañaron en mi estadía.
Para llegar a San Simeón desde Plaskett Creek Campground, el camping de la noche anterior, la Highway-1 te dirige de manera tranquila hacia el sur. Es cierto que hay algunos desniveles interesantes al inicio de la jornada pero lo que viene después merece mucho la pena. Principalmente, la gran colonia de elefantes marinos que se puede disfrutar en la reserva marina de Piedras Blancas. Esta colonia comenzó con un grupo de quince individuos que se instalaron en esta playa del condado de San Luis Obispo en los años ochenta. Pronto se iniciaron proyectos para afianzar y ampliar la población de estos animales y hoy en día la familia se compone de quince mil miembros. Las playas de la reservas están atestada de elefantes marinos sanos, juguetones y torpes, un auténtico regalo para el que pase por allí.
Una vez en el camping dispuesto a montar la tienda, tuve la primera visita: una hermosa ardilla gris que tenía ganas de marcha. Parecía acostumbrada al trato con humanos porque mantenía una distancia aproximada de un par de pasos, no más pero tampoco menos. Creo que esperaba algún generoso regalo de mi parte, como posiblemente recibía a menudo de otros campistas a tenor de su tamaño. Era enorme.
Después disfruté de una tarde larga y tranquila, hasta que intenté preparar la cena. No se si por suerte o por desgracia, el hornillo se negó a funcionar. El combustible no pasaba por el tubo, de manera que no se podía cebar el hornillo. Intenté solucionar el problema siguiendo las directrices del manual de instrucciones, pero no hubo manera. Así que tomé la bicicleta y me dirigí al cercano pueblo de Cambria, dos millas al sur del camping. Allí compré algo de comida que no necesitaba ser cocinada, ya que lo poco que me quedaba en las alforjas requería el uso del hornillo. La desgracia de no poder utilizar la cocinilla es muy relativa porque sucedió en el penúltimo día de ruta, cuando ya no tenía casi comida y un solo día de pedaleo por delante. La mala o la buena suerte es tan relativa como la visión que quieras darle.
Pero la noche tenía más sorpresas. El tablón de anuncios del camping mostraba carteles de "Se busca por ladrón" con una foto de un mapache. Como ya pude observar en Half Moon Bay, otorgar la mínima oportunidad a estos hábiles rateros es un gran error. Cuando cayó la noche en San Simeón, empezaron los movimientos. No conseguía verlos en la oscuridad, pero cuando encendí la linterna aparecieron ante mí una inmensa colección de pares de ojos brillantes y estáticos en la noche. No se veía nada más, solo esas pequeñas canicas fulgurantes que me observaban con detalle. Apagué la linterna, esperé un minuto y encendí de nuevo, con la sorpresa de que estaban los mismos ojos pero en distintas posiciones. Repetí la acción, de nuevo se habían movido, hasta el punto que uno de esos sinvergüenzas se encontraba encaramado a la caja de comida. Quietos, controlando el escenario, mirándome con atención. De nuevo en la oscuridad pude escuchar arañazos contra la caja de comida. Se hizo la luz, estáticos ojos refulgentes otra vez. Me recordaba a ese juego de niños llamado el escondite inglés en que una persona intenta cazar a los contrincantes en movimiento. No lo conseguí ni una vez, cada vez que prendía la linterna se transformaban en estatuas de mirada brillante.
A la mañana siguiente mis pertenencias seguían intactas. La fortuna y el ingenio me invitaron a café caliente, porque pude calentar agua en las ascuas procedentes de una hoguera que alguien hizo la noche anterior. Recogí aquello que se quedaba conmigo, dejé algunos artículos que estaban en buen estado en la caja de comida para ser utilizadas por futuros campistas, y me dispuse a recorrer las últimas millas hasta San Luis Obispo, el lugar donde terminaría mi recorrido a pedales y donde vendería la bicicleta.
Mentiría si dijera que no hubo melancolía al dejar San Simeon. No quería que la aventura terminara pero por otro lado reconocía que era el momento. Había conseguido mucho y tenía la percepción de que aún me quedaban muchas cosas por hacer en la costa del Pacífico de los Estados Unidos. Todavía me quedaban ocho días por esas tierras para visitar San Luis Obispo y Los Ángeles, así que no era el final... pero lo era.