17 Feb
17Feb

En el viaje en paralelo a la costa del Pacífico de los Estados Unidos pedaleé a través de tres estados, recorrí aproximadamente 2500 kilómetros, pernocté treinta y siete veces en tienda de campaña y catorce en camas de variada categoría. Las dos ruedas de la bicicleta tuvieron que ser sustituidas por razones de fuerza mayor. Sufrí dos repentinos pero poco duraderos ataques de diarrea. Un cálculo grosero me permite afirmar que debí zamparme quince toneladas de noodles de preparación rápida. Una noche me comí cinco minibocadillos de marshmallows (nubes) asados con chocolate, cortesía de mi amigo el pastor Adam.

Puedo continuar aportando datos más o menos interesantes, precisos y repulsivos , o mejor dejo esto para una entrada aparte. Algunos podrían provocar admiración pues puedo escuchar vuestros aplausos ondeando a través del éter. Pero voy a discriminar aplicando mi propio criterio y a elegir el dato más curioso de todos: ¿qué posibilidades tienes de encontrarte cuatro veces con alguien a lo largo de 2500 kilómetros?

Hablo de un grupo de ciclistas, dos chicas y un chico, que se encontraban realizando el trayecto entre Vancouver y San Diego. Nuestro primer encuentro fue muy extraño. Ocurrió en un día en que tanto el cielo como mi cabeza estaban grises. Uno de esos días en que la mala leche está fuera de toda lógica. Esa mala follá, como dicen en mi pueblo, me impidió registrar el lugar donde me encontré por primera vez con el grupo. Fue en un mirador de Oregón con vistas al Pacífico, yo me encontraba terminando mi descanso y ellos llegaron con el mismo objetivo. Simplemente cruzamos un saludo.

Nuestro segundo encuentro fue en Bodega Dunes. Yo había acampado hacía un buen rato y estaba paseando por la playa. Nos cruzamos en un camino de madera y nos saludamos. En ese momento no pude reconocerlos, pero después pude recordar sus caras.

En el tercer encuentro tuvimos la dignidad de presentarnos. Sucedió en Pfeiffer Big Sur, cuando llegué al campamento ellos estaban ya instalados. En ese momento, solo una de ellas estaba allí, Lora, y entablamos conversación. Fue ella quien me reconoció, probablemente como "el ciclista capullo y borde que nunca se detiene para hablar". Charlamos durante un buen rato sobre la ruta. Poco después llegó el muchacho del grupo con su pelo de anuncio de champú, Paul. La verdad es que eran unos tipos bastante majetes. 

Daba por hecho que este sería el encuentro definitivo, especialmente a medida que pasaban los días y las pedaladas me llevaban a las grandes urbes. Pero si algo tuvo ese viaje para mí fue magia y sucesos inesperados. Mi bicicleta ya había sido vendida, el último tramo del viaje realizado en tren desde San Luis Obispo hasta Los Ángeles, una ciudad con cuatro millones de habitantes y muchos sueños incumplidos. Yo caminaba por el barrio chino cuando alguien me saludó efusivamente desde el interior de uno de esos locales de comida china que ofrecen un cuenco de incertidumbre flotando en sopa por cinco dólares. Era Lora, Paul y la tercera componente del grupo. Estuvimos hablando de la casualidad de encontrarnos de nuevo y nos convencimos de que habría una nueva convergencia. Sin embargo, no la hubo. El azar estaba exhausto de tanto trabajo y no llegué a saber más que ellos, pero estoy seguro que alcanzaron San Diego con sus alforjas llena de simpatía, y por lo menos conseguí sacudirme la etiqueta de ciclista borde que nuestros dos primeros encuentros debieron hacerles creer como cierta.

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