Ya he publicado una entrada hablando sobre el día que dejé Cannon Beach. Fue un día irregular, que comenzó ascendiendo una fuerte pendiente con mi talón dolorido e inflamado y terminó en el camping de Cape Lookout acompañado por un simpático americano. La variación en mi estado de ánimo fue motivada por la salida del sol, el cambio de pendiente ascendente a terreno plano, una pequeña dosis de viento de cola y mi propia resolución para cambiar la situación. Pero también hubo un encuentro con dos personas bellísimas.
La noche había sido húmeda, así que la tienda estaba muy mojada. Me detuve en algún lugar con una playa jaspeada de pequeñas piedras y rocas de mayor tamaño. He intentado insistentemente localizar aquel lugar a traves de internet, pero he sido incapaz. Se que debe ser algún punto entre Nehalem, donde conocí a James, y Tillamook, donde abandoné temporalmente la Highway-101 para llegar a Cape Lookout. La playa tenía un parking donde la gente hacía una pausa en su camino y sacaba fotografías del lugar con mucha prisa. Pero no todos eramos tan impacientes.
Había una madre con su hija, Anna y Sarah. Las dos compartían la capacidad de iluminar, sonreían todo el rato y respondían a las conversaciones con amabilidad. Eran dulces y simpáticas a rabiar. La madre charlaba con todo el mundo en el parking, y antes de volver a la carretera se paró ante mi bicicleta. Como casi todo el mundo, mostró curiosidad por mi viaje, dónde iba, de dónde venía... todas esas preguntas que respondí una y mil veces, la mayoría de ellas la conversación no transgredía los límites de la curiosidad pero éste no fue el caso.
Anna es americana pero sus raíces familiares se encuentran en Costa Rica. El país centroamericano era el destino de su viaje, donde se dirigía a presentar a sus familiares a la pequeña Sarah, que tenía apenas un año. Estimaba que tardarían unas dos semanas en llegar, aunque mis cálculos eran menos atrevidos si sus paradas incluían tanta conversación como en esta ocasión.
No solo estuvimos hablando amigablemente durante un buen rato. Me contó que era veterana del ejército, posición que abandonó para cuidar de su hija. Tenía en el coche algunos paquetes de MRE (The Meal, Ready-to-Eat), menú empaquetado del ejército para uso en campaña que no necesita ser cocinado porque viene acompañado de una bolsa de calor para calentar la comida. Me ofreció amablemente uno de ellos e incluso me dejó elegir el menú. Esa noche, en el campamento de Cape Lookout, cenaría tacos con queso y guacamole, y brownie de postre. No eran como los deliciosos tacos que comería posteriormente en San Francisco pero me imagino que en situación de maniobras o guerra deben de ser algo parecidos al placer.
A lo largo del camino me encontré con varios veteranos. Los más afortunados conservaban todos los dientes, muchos eran veteranos de la marina y algunos de ellos habían navegado por las costas españolas. Incluso hubo uno que se casó con una sevillana a su paso por Andalucía. Todos eran personas de mundo, bastante abiertos, pero esas dos dulces soldados que me acompañaron en un parking sin nombre de Oregón eran muy especiales. Creo que pertenecían al ejército del amor, sin armas ni estrategias marciales, solo con la vida por bandera.